Alguna vez, debo reconocer, uno se levanta mal y se da cuenta que no tiene un buen día. Arrancamos mal diciendo al inerte e inimputable reloj que nos despierta a la hora que nosotros mismos le indicamos. Pobre aparato, maraña de engranajes y mecanismos ajenos a la realidad de su propietario (hay quienes también utilizan el celular, como si ya no tuviera suficientes trabajos el digital adminículo, le agregamos tareas insalubres).
Luego de realizar un descomunal esfuerzo para levantar un cuerpo, que por esas horas pareciera cuadriplicar su peso, emprendemos camino al baño, antes de encender alguna luz lo soficientemente agresiva como para que frunzamos toda la cara, y seguro, pero segurísimo, algún contundente mueble se intersecta en el recorrido de nuestros pesados pies, a los que por ese momento llevamos a la rastra. Y no es tanto el dolor, como la indignación de saberse un torpe y, en ese momento, surgen una serie de autoinsultos espontaneamente, casi reflejos.
Llegados al baño, y con la incandescencia de sesenta o más waths de potencia lumínica apuntando a nuestro rostro, con un ojo cerrado el otro abierto, haciendo fuerza para mantenerlos así, debemos contar con la suficiente puntería (claro está, los que somos hombres), como para que el inodoro reciba nuestra primera bendición.
Después de haber bautizado algo más que solo el inodoro, y continuando con la rutina matinal, nos disponemos a desayunar un café con leche, sin leche porque nos olvidamos de comprar y un poco amargo ya que no fue suficiente el azúcar que había. Lo acompañamos con alguna galletita o tostada húmeda, untada con los restos de la manteca o el fondo del frasco de mermelada.
Ya vestidos y desayunados, casi despiertos y a tiempo para salir a enfrentar el frió día de invierno, los que como yo van montados sobre dos ruedas al trabajo o a sus actividades, ese día es probable que nos encontremos con la gratísima sorpresa de un neumático en llantas. Pobre bicicleta no es culpable de nada, aunque igual recibe algunos puntapiés e histéricos sacudones.
Habiendo llegado algunos minutos tarde al trabajo, nos enteramos que no es exclusividad nuestra lo de levantarnos con un mal día y que nada más ni nada menos que nuestro jefe comparte este privilegio. Gracias al chiste de algún compañero él se entera de nuestro retraso y le sirve como descarga de su mal comienzo el hecho de asignarnos alguna tarea lo suficientemente desagradable como para condimentar más nuestro peculiar día.
Por surte si es que esta existe, por el destino para aquellos que aseguran que todo está escrito o por causalidades de nuestro propios hechos es que estos días nos tocan de cuando en cuando y hay que soportarlos y llevarlos lo mejor posible, porque seguro que después vendrán mejores, y si no llegan hay que salir a buscarlos.